Las mujeres hemos aprendido a convivir en un entorno hostil hacia nuestra condición.
Hemos sido educadas con la percepción de una sola mirada, donde nuestras, funciones y su ser, están en segundo término.
Todas las aportaciones que la mujer ha ido haciendo, al mundo de la cultura, las artes y la ciencia, en el transcurso de los siglos, han sido olvidadas, anuladas. El vacío infinito, triste, es la evidencia más absoluta de una conspiración premeditada y que, curiosamente, ha encontrado consenso en todas las culturas.
El resultado, pero, después de siglos, es que somos huérfanas de referentes femeninos potentes.
Hemos creído en el papel que se nos ha dado de generación en generación, del que no hubo opción alternativa.
Nuestras lágrimas de sangre lloran por la identidad confusa, desaparecida y perdida.
Nos desprendemos de aquello superfluo, de lo que lleva a una hiriente naturalidad. El desenmascarar es lento, profundo y doloroso.
Hemos de ensayar lenguajes diferentes, más directos y claros, cuando se hace referencia a nuestro cuerpo, la mujer ha de dejar de ser, en primer lugar, la representación de su cuerpo.
El cuerpo de una mujer sólo le pertenece a ella misma, es la lección que han de practicar con más persistencia las mujeres del futuro.
La transformación que se genera en nosotras fluye, cada vez, con nuestra sangre, la sangre de las mujeres, no como castigo, pues es un privilegio, síntoma de la alegría más íntima, para renovarnos siempre.
¿Dónde están las mujeres?
¿Cómo seríamos… si hubiésemos sido?